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ESCRITOR EN LAS MONTAÑAS

RECUERDOS DE NÚMENOR

RECUERDOS DE NÚMENOR  

La ciudad yace en la oscuridad de la noche. Lo que antes fueron almenaras llameantes, anunciando la luz del claro día de la mañana, y los pendones ondeando al son de la música eólia, ahora yace, oscura y siniestra.  La negra ceniza de las paredes blancas cual nácar tiznan la blancura antepasada de ésta. En el interior de la ciudad reina el silencio. El portón de la ciudadela está abierto, pero las tinieblas de la noche nublan la grandeza de antes.  A su alrededor, la naturaleza que impregnaba los alrededores a desaparecido por carbones y cenizas, árboles arrasados y negra tierra. El céfiro susurra a los últimos y oscuros árboles que responden en la lejanía  con el suave movimiento de las ramas que enmarca la isla.

Una figura esbelta se mueve entre las sombras. Se trata de un hombre entre los árboles observando de lejos la ciudadela. Canturrea una antigua canción. Sin embargo, al contrario de cómo sonara en Palacio, esta vez suena terriblemente triste, llena, compás por compás, de la amargura de un sueño truncado, de una pérdida. El céfiro de la noche recorre el pequeño valle, cercano a la costa y cercano a un puerto del que un día los barcos más bellos y poderosos cruzaron estas aguas. Aradän decidió no recorrer las antiguas casas de la ciudad, las había visto demasiadas veces. Recordaba con amargura la ciudad antes de que el mal llegara. Tan bella y sabia era, que los Eldar se maravillaron de ella. ¡Su tierra! Ésta sería la última vez que viera esta ciudad. Se acercó a la muralla, sobre la que tanto había paseado, se aproximó a la roca y desde allí observó el brillo blanco con que respondía la muralla ante ella…La medalla de la noche, que muchas veces le acompañó, en su niñez, en las más bellas ocasiones de su vida, ahora se tornaba portadora de recuerdos. La muralla exterior seguía en pie, defendiendo las ruinas de su interior. Permanecía tan alta como siempre, como resignándose a sufrir una derrota del mal. Aradän caviló sobre ello, aún así, había cosas que el mal no podía destruir. Se encontraba la parte superior en ruinas. Las antiguas rocas trabajadas que la conformaban en su parte alta se habían derrumbado.Ya nunca más, el capitán del portón mandaría heraldos a palacio para avisar la llegada del príncipe, ya no sonarían los cuernos de la victoria, ahora el silencio evocaba la derrota de un pueblo que tomó como insignia el mar, y como ideales la lealtad, la amistad y el honor, homenaje al pueblo de los hombres.El céfiro corría a más velocidad, acariciando los tejados. Las campanas de los aldeanos resonaron tibiamente entre las ruinas de la ciudad, sin álito de vida como otra vez resonaran.Sin pronunciar una palabra, y recordado la degradación de la ciudad de la Isla más rica de estos mares, se acercó al puerto donde el resto de los últimos navíos que habían de zarpar de allí le esperaba. Desde una colina cercana los vislumbró fácilmente gracias a la luz que empezaba  clarear, la mañana se acercaba y con ella, la hora de partir.Aradän comenzó el pequeño sendero que conducía hasta el acantilado de Falandunë, donde se encontraría con alguien que, como él, aún  no había zarpado.Ello sería al alba; sabía sin embargo que ella estaría allí, aún así, pero no quiso marchar allí. Su sólo recuerdo le llenaba el corazón, y cerrando los ojos, recordaba cada facción, cada sonrisa, cada juego que en su compañía le dio. Recordaba cómo la encontró, como sintió su amor y su pureza en un solo instante…Recordaba cada sensación, cada roce aparentemente accidental, su leve tela con la que vestía rozando su piel, cada olor a su piel, su vestido azul cayendo sobre su cuerpo, cada beso, cada quejido, cada abrazo, cada acaricia que tan sólo el que ha amado puede sentir, y comprender. Su gracia y  ternura, su inteligencia, su gran corazón y valentía…Ella llegó, como tantos otros, a la isla. Ella muy de mañana, Aradän era aún muy joven. Sobrino de Elendil, siempre tuvo amigos con los que poder verse. Todos ellos eran familiares y con gran honor. Sin embargo hacía algunos meses que Aradän había cambiado. No se reunía con ellos, y cuando lo hacía tan sólo hablaba de qué haría más allá.-¿De dónde?-preguntaban-.-Más allá...más allá del mar, en otras tierras, otros mundos, otras gentes…”Así, cumplidos los trece años humanos, comenzó a sentirse algo solo. Las correctas y refinadas damas de palacio no eran orgullosas, pero eran presuntuosas. Aradän buscaba, mas no encontraba. Así, todos los días, de madrugada, cuando la medalla de plata aún estaba en lo alto, Aradän saltaba por su empedrado balcón y marchaba a los acantilados…o al acantilado de Falandunë, donde pasaba el tiempo hasta la mañana, observando cómo el gran astro se elevaba sobre el horizonte del mar, y su luz matutina comenzaba a irradiarle a la cara. Entonces observaba con aquel dorado y caliente luz como el día despertaba, y onda a onda, el mar se impregnaba de luz, hasta la playa, la arena, las rocas, el acantilado, y él mismo. Sus amistades le llamaron retraído, sus mayores cobarde, y los menos entendidos, loco. Aunque nadie parecía entenderle, a él no le importaba. Fue entonces, una mañana, cuando observó a unos enormes cisnes en el mar, su color era muy parecido al blanco.Atracados los barcos elfos en el puerto de Rómmena, los del palacio Real fueron a verlos, y con ellos la ciudad.Causaron sensación, las gentes sólo querían estar con ellos, se trataban de diez familias, y comunicaron, como otras familias elfas, que deseaban quedarse allí. Nadie entendía pro qué los elfos querrían quedarse allí algún tiempo –lo que para los hombres eran muchas generaciones-.Nir-Abêth era hija de dos señores elfos, era su única. En cuanto colocó su pie sobre el puerto, todos los jóvenes se fijaron en ella, y verdaderamente parecía atraer más atención que sus progenitores. Todos comenzaron a hablar con ella. Sabían que era elfa, y sabían que era especial;  con buena fe, sin embargo, comenzaron a ir con ella, uno a uno, a pasear por las playas; ella aceptaba por la cortesía de ser extranjera.Todos hablaban sensiblemente del mar y las estrellas, sin embargo ninguno le arrebataba su corazón. Cada uno intentaba hacer ver que era sensible y humilde –incluso muchos, como raza pura de los hombres, lo eran-pero nadie la conseguía. No pronto desistieron de ella, ya que “carecía de interés”.Aradän, como todos, no pudo evitar amarla, y cuanto más la observaba más la amaba. Ella lo observó en una ocasión, de noche, mientras él marchaba de madrugada a la playa. Esta vez sus pensamientos se referían a ella. Parecía un regalo del mar para él, lo que él deseaba. Era su preciado líquido que llenaría su copa y le arrebataría su soledad.Ella entonces lo siguió hasta la playa. Llegado ya, él se volvió y la miró. Tras de ella, la luna apareció, sus vestidos deslumbraban con su luz. Parecía vestida para él. La atmósfera marina desarrollando tonos azules, negros y plateados enmarcaban la ansiada escena.Se atrevía, mas no añadió una palabra para ella. Ésta se sentó  a su lado, muy cerca. Ninguno dijo una palabra. Ambos observaron la playa. Las olas continuaban rompiendo contra el acantilado, y la espuma se les acercaba.Así fue como floreció el amor. Deseos y recuerdos, bellos como jamás en el mundo puede haber, que se derrumbaban ante sus ojos. La separación, la tragedia. Sí, Aradän estaba enamorado, como jamás lo pudo sentir, como jamás pudo comprender. Aquella mañana, en aquel acantilado, sería la única ocasión que tendría para arreglar las cosas…Continuará…

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